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Perfil de Soledad Acosta de Samper.

  • Foto del escritor: Manuela Barrera
    Manuela Barrera
  • 25 may 2024
  • 11 Min. de lectura

Actualizado: 1 jun 2024


Por Manuela Barrera Nieto 


 

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Desde el balcón.   



Bogotá, siempre fría y lluviosa, no era más que un cúmulo de calles, edificios administrativos e iglesias con feligreses. Desde su balcón verde, ubicado en la casa contigua al Palacio de San Carlos, Soledad veía pasar gente. Veía peregrinaciones que subían y bajaban del barrio Egipto. Veía mujeres de sociedad acompañadas de sus esposos, de sus doncellas o criadas. Veía casas coloniales. Veía comerciantes. Veía paisajes. Veía historias. 

 

A sus 43 años, era una mujer de complexión pálida y delgada. Usaba un recatado vestido de muselina negra que encomendó confeccionar en una boutique en París. Un vestido con corsé, corpiño ajustado en la cintura, cuello de lazo, falda larga y cinco capas de enaguas de crin. Sus movimientos eran delicados y lentos, y permanecía al tanto de lo que usaban las mujeres de la alta sociedad en Norteamérica y de la realeza en Europa. No le molestaba que fueran vestidos pesados y poco útiles, pues según ella una madre de familia debía tener buen gusto, dar un buen ejemplo, manejarse con cordura, ser elegante y laboriosa. Sus prendas le bastaban para sus actividades diarias, que eran supervisar la educación de sus hijas, estar atenta al ama de llaves, escribir, armar álbumes, acoger tertulias literarias en su casa y, desde luego, llevar sus publicaciones a los impresores. 

 

Su mirada guardaba el luto por la pérdida de dos de sus cuatro hijas, María Josefa y Carolina, muertas tres años antes en una epidemia de cólera que azotó a la capital debido a la mala calidad del agua que salía de las fuentes públicas. Justamente por eso se ponía vestidos de color oscuro. En uno de sus viajes a Londres escuchó que una monarca británica de ojos saltones, aguerrida e impetuosa, más conocida como la Reina Victoria, nunca más volvió a usar colores en su vestimenta luego del fallecimiento de su amado Alberto. Colombia vivía estremecida por la guerra. En las fincas, en las aldeas, en las ciudades. Entre tanto, la iglesia mantenía una marcada injerencia en la vida de las mujeres, dictando códigos morales que determinaban su correcto deber ser. A los ojos masculinos, las mujeres eran vistas como sujetos románticos de deseo, cuyas vidas giraban en torno a la familia y, por supuesto, a la institución católica, apostólica y romana del matrimonio.


Aquella tarde de abril, tras una sesión de collage, mientras veía a dos mujeres conversar en la calle Décima, se le ocurrió empezar a contar historias. Cuando pasaron las cuatro de la tarde se sentó en una silla de madera forrada con tapiz de paño azul celeste y sobre una mesa de cedro canadiense adornada con algunas hortensias moradas, remojó su pluma. En un papel de color beige, pensó en firmar como Soledad Acosta de Samper; pero meses antes, durante una misa en el convento de San Agustín, escuchó la expresión “Soledad a costa de Samper”, así que prefirió utilizar un seudónimo. Pensó en aspectos que la interpelaran, cosas que le gustaran, características que la distinguieran. Entonces se le ocurrió Aldebarán, nombre de la estrella principal de la constelación de Tauro, su signo solar. Luego, comenzó a pensar.






- 2 -

De París a Guaduas. 


En ella habitaban dilemas dispares y complejos. El de ser musa o creadora de mundos. El de ser esposa y madre o el de ser una escritora autoproclamada. El de ser una mujer liberal y progresista o el de ser una abnegada católica. Su papá era Don Joaquín Acosta, más conocido dentro de la élite criolla como el Sabio Acosta, prócer insigne que además de ser el heredero del valle de Guaduas, gozaba de una inquietante sed de conocimiento, pues tenía una biblioteca más grande que muchos apartamentos del segundo distrito de la ciudad luz. Su madre era Carolina Kemble Rou, una dama neoyorquina protestante, que siempre inculcó en ella esa gallardía por la libertad y la independencia femenina, valores muy poco conocidos en estas latitudes.

 

Se acordó de cuando tenía 14 años y vivía en París en la calle Lamartine. A ella vinieron recuerdos de la fragancia que dejaba el pan de chocolate recién horneado en las confiterías contiguas a su casa. Del hedor del agua del río Sena. De los perfumes que usaba la gente para disimular su falta de higiene. De las flores de lavanda en Provenza. De ese cuarto con olor a tabaco añejo, atiborrado de libros y adornado con un papel de colgadura de arabescos color verde pino. Allí pasaba las horas, los días y los meses. Leyendo a Homero, a Voltaire o a Austen. Incluso, recuerda haber visto por ahí rondando a Dumas, Arago, Boussingault, Elie de Beaumont, los dos Orbigny, los Bertrands y hasta al mismísimo Humboldt. De ahí venía su inquietud por la escritura. Solo que esto no era París ni Nueva York. Era la capital de la templanza, el decoro y las buenas maneras.

 

Pensó en su marido, José María Samper. En cómo a él lo sedujo desde el primer momento su deseo de ser escritora pública y su culto por las letras. A este tolimense, amante de los buenos bambucos que se codeaba con personajes míticos como Los girondinos, Víctor Hugo y hasta Orense y Castelar, y a quién conoció el 14 de agosto de 1853 en una fiesta en Guaduas. Dice él que fue amor a primera vista, pues se enamoró de ella cuando cruzaron un par de miradas y una vergonzosa sonrisa aquella noche. Ya la quería y apenas conocía su nombre.

 

-   ¿Qué miras allá con tanto interés?, preguntó Agripina.

-   ¿Quién es aquella señorita que está allí enfrente con Soledad Gutiérrez?

-   ¡Ah! Es una joven muy interesante. ¿Por qué me pregunta por ella?

-   Estoy enamorado. La he visto, su mirada se ha encontrado con la mía, y tengo el presentimiento de que esa mirada ha decidido de mi suerte.

 

Los rumores narran que desde ese instante, hizo todo lo posible por acercarse a ella. Trató de frecuentar las mismas fiestas y tertulias a las que conocidos de ambos asistían e incluso intentó acercarse a su padre, ya que sentía una gran admiración por él y sabía que esa era la manera más rápida para llegar a su hija. Hasta, dicen por ahí que, el expresidente José Hilario López, quien conocía a ambas familias y expresaba su admiración por el joven José María, que había sufrido la pérdida de su esposa Elvira, hizo una predicción en enero de 1855 de que terminarían casándose. Y así fue.

 

Soledad lejos estuvo de pensar que José María sería su más grande apoyo. Él conocía su talento y su ambición por crear un proyecto editorial que divulgara sus posturas. A pesar de los dilemas políticos que lo perseguían, él siempre luchó porque el trabajo de su esposa entrara a formar parte del canon literario. Sin embargo, luego de que lo encarcelaran durante la Guerra Civil de 1876, que confiscaran su imprenta y de que la obligaran a desocupar su casa con un aviso de menos de 24 horas, Soledad tuvo claro que debía hallar una manera de generar recursos por su cuenta. De aquel episodio, le quedó el afán de hacer de su pasión más grande un negocio rentable y duradero. No era afín a que su suerte y la de sus hijas dependiese de alguien.






- 3 - 

La Mujer. 



Frunció el ceño. Era claro que existían un sinfín de ideas que le molestaban. Como el que José María Vergara y Vergara, un godo reconocido por hacer tertulias literarias y a quien invitaba - de vez en cuando - a su casa para tomar chocolate caliente, nunca la había reconocido como escritora sino como la esposa de tal. También, el hecho de que Vergara y Vergara dijera en su Manual de Máximas para Ser Feliz que “una señorita no debía tener amigas íntimas ni educación formal”. Le parecía supremamente injusto que mientras los muchachos reciben su título de bachiller, a las niñas les compran el vestido para la presentación en sociedad.

 

Ahí entendió que ella había tenido una educación privilegiada, como la de cualquier varón de la época, y en calidad de afortunada, tenía el deber de hacer algo con eso. Debía hablarles a las mujeres. Sin pseudónimos y reconociendo su nombre en el papel. Ya no influía en ella la natural desconfianza de echar a la luz su nombre.


¡Chaz! Tuvo una reminiscencia. En su mente visualizó el nombre La Mujer. Anhelaba contar con un espacio en la esfera íntima para el cultivo intelectual de las mujeres. Quería pasar a la historia por sus grandes obsesiones y no por el papel que socialmente le habían adjudicado. Quería irrumpir con su voz aún cuando se imponía el silencio entre las voces femeninas. Quería aportar a la construcción de esa nación adolescente, terca, inestable y llena de encrucijadas. Quería convencer a otras de que la autonomía intelectual y económica eran fundamentales para no vivir desdibujadas y tenues bajo la intensa figura sombría de sus cónyuges. Definitivamente, estaba decidida a redactar una revista únicamente por señoras y señoritas.






- 4 - 

 En busca de aliadas.



Desde el comienzo fue una osadía buscar el apoyo de otras mujeres. El encontrar escritoras decididas a hacer público su nombre y que por convicción escogieran pasar parte de su tiempo redactando artículos que reivindicaran a las mujeres como protagonistas de su propia historia siempre fue una tarea titánica. Nadie quería hablar y muy pocas personas deseaban leerla. No obstante, después de mucho escudriñar, Soledad encontró dos fieles colaboradoras: Agripina y Silveria, quienes estaban dispuestas a conspirar a su lado.

 

Agripina Samper Agudelo, hermana de su esposo, accedió a colaborar con sus poemas en la revista a regañadientes. Luego de muchas tardes de canelazos y almojábanas tratando de convencerla, la única condición que impuso fue que su nombre real no fuese usado en ninguna de las publicaciones, sino que se utilizara el nombre de Pía-Rigán, un anagrama de su nombre de nacimiento. En cambio, con Silveria Espinosa de Rendón - quien ya se encontraba en sus últimos años de vida - la situación fue muy diferente. Ella sí estuvo segura de firmar con su nombre. A Soledad nunca le sorprendió la disposición que recibió por parte de Silveria. De hecho, siempre elucubraba ideas del porqué había sido así. Una de sus hipótesis era que como su familia había regentado la Imprenta Granadina siempre había estado familiarizada con las tertulias, los poemas y con el deseo de que las mujeres pudieran ser escritoras.

 

Le enviaban poemas y cuentos infantiles para nutrir su contenido familiar y poético. De hecho, ella se sorprendió cuando se dio cuenta que estas dos secciones eran las que gozaban de más popularidad dentro de sus lectoras. Porque la poesía era un área del saber ampliamente aceptada dentro de la élite bogotana femenina. Porque la familia era algo por lo cual las mujeres abogaban con fervor. Lejos estuvo de pensar que, solo esos dos nombres, pasarían a la historia. Y aunque de vez en cuando aparecía una mujer que quería ayudar porque lo escuchó en la casa de Sutanita o del rumor de Perencejita, la publicación cerró en 1881 debido a la falta de respaldo y acogida, pero sobre todo como consecuencia de la escasa colaboración de las suscriptoras y del público en general. 

 

Esa fue su mayor preocupación durante el tiempo que duró la revista. Era lo que la hacía sentir ansiosa y derrotada. Era su primer pensamiento en las mañanas y a lo último que acudía a la hora de acostarse. Aunque ese sentimiento de intranquilidad nunca la abandonó, hasta el último día de su vida las reivindicaciones femeninas siempre tuvieron un lugar en su hogar, en su alma y en su razón. Es más, luego de que la revista se publicara, logró superar aquel juicio intrusivo que antes escuchaba cada vez que empuñaba la pluma: “Soledad es a costa de Samper”. A lo que acallaba con:


– No señora. Mi marido no me hizo el nombre. Cada cosa que hecho, cada palabra que he escrito, cada artículo que he publicado, cada personaje que he creado ha sido gracias a mis convicciones, a mi voluntad y a mi valiente manera de acomodar las palabras en el papel. Yo no soy Soledad a costa de Samper. Yo soy escritora y a así me haré inmortal a la memoria del tiempo –.






- 5 - 

Más allá de las letras.


Pasaron algunos años. Se acercaba cada vez más el final de la década, del siglo y, quizás, del mundo como lo conocía. Blanca estaba ya su cabeza y débil, su bondadosa mirada. Seguía escribiendo, con la pluma y con las tijeras. Sobre sus peregrinaciones en Francia, sus viajes a Holanda y sobre la gente y la cultura inglesa. Coleccionaba fotos, grabados y recortes de los artículos de su autoría. Dibujaba a detalle las catedrales, los paisajes y los trajes de las personas que veía. Seleccionaba fragmentos de los libros que leía. Eso sí, siempre interesándose por cada historia, dato o noticia que llegase a sus ya temblorosas manos. 


Ya era una experimentada redactora, editora y directora, pues a la publicación de  La Mujer, le siguieron otras cuatro revistas. Había logrado lo que por muchos años la mantuvo a flote. Gracias a sus proezas como escritora pública, no solo llegó a sostener económicamente a sus hijas después de la dolorosa partida de José María, sino que a pulso se ganó un título que ninguna otra mujer colombiana de la época pudo ostentar: el de empresaria del mundo de las letras. Iba a pasar a la historia como la fundadora de una de las empresas periodísticas más significativas de su siglo. 


En este punto de su vida, pensaba como estratega y veía a cada una de sus publicaciones como un conjunto de obras que se distinguían tanto por su fondo como por su forma. Le importaba más que nada, llevar a cabo una práctica editorial que lograse adaptarse a las circunstancias y que fuese sostenible en el tiempo. También, pensaba en su público, en sus queridos y gentiles lectores. A quienes siempre que podía, les agradecía con una pequeña nota en sus revistas porque finalmente gran parte de su éxito era por las señoras y los caballeros que atraía con sus flamantes pero decorosas publicaciones. Por fin había logrado la independencia económica que tanto había deseado. Gracias a su arduo trabajo, había conseguido subsanar las deudas que su difunto esposo dejó tras su fallecimiento.


Le intrigaba lo rápido que cambiaba la humanidad. Ahora la gente ya no hacía tantos grabados como antes, sino que tomaba fotografías. Había bombillas en vez de lámparas de queroseno, combustible en vez de vapor, voces en vez de cartas, y hasta rayos que permitían ver a través de las personas. Todas las semanas llegaban noticias cruzando el mar, de nuevos elementos químicos, de nuevos inventos, de nuevos aparatos, de nuevas patentes, y hasta de científicos que prometían que podían curar enfermedades con tan solo un pinchazo. No cabía duda de que el mundo se expandía cada vez más, pero al mismo tiempo, se hacía más pequeño. De pronto el argón, los microbios, la pasteurización, la glicerina y las ondas electromagnéticas eran palabras que comenzaron a cobrar sentido.


Y así fue cómo en sus últimos años de vida, Soledad se convirtió en una mujer de ciencia. Decía que la ciencia que más interesa y que mejor deben conocer los republicanos es la histórica, ya que la política del pasado y la vida de los hombres ilustres serviría para educar a esta nueva generación de colombianos, que no cometerían los errores del pasado. Nunca habló de política pero sí de religión, de moral, de estadística y del exterior. A la vez que le emocionaba el cambio y los avances, le preocupaba que la fiebre de progreso, de actividad y de curiosidad científica pudiesen acabar con el mundo. Era optimista hacia el nuevo siglo pero lo veía con desconfianza. En un artículo de su revista El Domingo escribía: 


– El mundo, árido y estéril, continuará dando vueltas alrededor del sol hasta que una nueva vegetación lo cubra. Entonces el Señor lo poblará de animales y de alguna nueva raza de hombres, los cuales, sorprendidos, encontrarán las señales de esta generación imprevisora, cuya historia tratará de descifrar en las ruinas que dejará sobre la faz de una tierra cuyas fuerzas agotó –. 







- 6 - 

Entre el legado y el olvido.



Esa fue la realidad que la acompañó hasta la mañana del 17 de marzo de 1913. Bogotá seguía igual, fría y con calles empapadas por la lluvia, abarrotadas de gente que subía y bajaba del barrio Egipto. Sin embargo, aquel balcón verde de la casa contigua al Palacio de San Carlos yacía vacío. En la habitación de al lado, sosteniendo la suave mano de Blanca Leonor, la única hija que había sobrevivido a las inclemencias de las epidemias, Soledad pronunció su último suspiro de vida.


Aunque sus ansias por querer ser recordada en el tiempo la motivaron a tener una vida excepcional, la inexorable profecía se cumplirá y el olvido se convertirá en una sombra para su memoria. Su nombre permanecerá recluido entre manuscritos y hojas desgastadas de revistas antiguas por décadas, esperando a que unas manos curiosas y rebeldes la saquen de la cárcel del tiempo. 






Ahora, si te queda tiempo, escucha la entrevista a

Carolina Alzate Cadavid sobre Soledad.





 
 
 

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