El último paseo de "Longanizo"
- jdrincono
- 30 may 2024
- 17 Min. de lectura
Actualizado: 1 jun 2024
Por Julián David Rincón
Para su Majestad, hoy y siempre.

El ambiente en la mesa de juego era diferente con su presencia. Cinco comensales se reunieron alrededor de un tablón sobre troncos de árboles improvisados como asientos. En la mesa había tres copas de licor a medio llenar, algunas migajas de pan que eran removidas con las cartas y un par de tabacos sin usar. No le gustaba fumar, ni permitía que alguien lo hiciera a su lado. Se reía de sus soldados cuando jugaban a perder el tiempo, pero su juego era una batalla más. La mala racha lo ponía de mal humor y sus ojos se dilataban hasta el punto de que nadie lo miraba. Su habilidad para dar libertad a las provincias la practicaba con los naipes. Esperar, avanzar, esperar. No era el momento de alterarse porque sus pulmones ahorraban aire en cada jugada.
—Esta esclavitud de perder no me va a llevar a ninguna parte —dijo un soldado.
La frase del soldado le recordó a un texto del 15 de diciembre de 1812 que dirigió a los granadinos: “Nuestra división y no las armas españolas, nos tornó a la esclavitud”. Fue el primer documento político que escribió para lograr el apoyo del gobierno de la Nueva Granada. Aquel espíritu de misantropía que causó la caída de Venezuela también se apoderaba de los jugadores en la mesa. Nadie quería perder y nadie quería verlo perder porque se esfumaba lo poco que le quedaba de Libertador. Una brisa podía hacer sucumbir al General debido al cansancio, pero se mantuvo firme hasta el final. “Venezuela fracasó, no puedo imitarla”, pensó para sus adentros. Dos jugadores desistieron de la batalla y solo quedaban tres en la mesa de juego. Esta vez el viento soplaba a su favor, pero el tiempo no.
—Aún no se acaba la partida, General —dijo un soldado mientras él se levantaba de la mesa y se cubría la boca con un pañuelo.
El General se retiró a su alcoba principal en el albergue de Guaduas. Su cuerpo sudaba tanto sobre la hamaca que cambió su camisa seis veces esa noche. La única compañía era el insomnio porque les dio la orden a todos que no lo molestaran hasta que él saliera de la alcoba o hasta que dejara de respirar. No quiso deambular por el albergue porque no podía sostenerse por más de cinco segundos. Tomó papel y pluma de la mesa de centro y, con sus fuerzas, solo pudo escribir el destinatario. El General se engañó por unos minutos y simuló dormir, pero aún le quedaban varias horas de vigilia. El papel yacía en el suelo con mala caligrafía por la tembladera, pero se alcanzaba a distinguir: “Querida Manuelita”.
El General se levantó de la hamaca y fue al baño a paso corto mientras se preguntó cuántas horas habían pasado. Por la mañana, su más fiel servidor colgó la hamaca cerca del baño, lejos de los espejos y con la altura exacta para que sus pies tocaran el suelo al estar sentado. La alcoba era acogedora porque entraba el aire suficiente para que no se ahogara. El General se devolvió a su hamaca al escuchar las voces de sus soldados que provenían de la mesa de juego. “Solo pasaron unos minutos”, dijo mientras reía.
Se despertó a las cuatro de la mañana porque los soldados tumbaron la mesa de juego. Se levantó de su hamaca para salir a dar un paseo y abrió la puerta despacio para que ningún soldado viniera a ayudarlo. Deambuló por la casa a paso lento y se sostuvo de las paredes. El General se tropezaba a menudo porque los pasillos de la casa estaban empedrados. Los zancudos eran su única compañía hasta que se encontró con un soldado. Este corrió hasta el General, pero él lo detuvo con su mano izquierda.
—Evíteme la humillación —dijo el General. Tengo que ir por el correo.
El soldado sabía que por esa dirección no quedaba el correo, pero era mejor dejar al General solo cuando daba sus paseos matutinos. Caminó durante quince minutos y vio una colina a lo lejos. “¿Si me voy por ese camino llegaré a Bogotá?”, dijo el General. “¿Por qué Manuelita no ha escrito?”. Al General no le habían dado el recado de que ningún correo tenía el permiso de recibir las cartas de Manuela Sáenz. A pesar de que ella se quejó con el presidente encargado don Joaquín Mosquera, no consiguió que el General leyera alguna de sus cartas.
El General le dictaba cartas a Manuela Sáenz en su casa de Bogotá. Manuela se sentaba en la alcoba principal al lado de flores marchitas que el General hacía cambiar cada doce días. En repetidas ocasiones, ella escribió solo la fecha y el destinatario porque el General se arrepentía a los pocos segundos. Después de ver tantas cartas en el suelo que nunca iban a enviarse, Manuela leía el periódico para informar al General acerca de las noticias más importantes de sus amigos y, en particular, de sus enemigos. Él la escuchaba tendido en la hamaca boca arriba mientras su más fiel servidor le llevaba la infusión de amapolas. Lo más difícil para el General eran las noches de nostalgia porque Manuela Sáenz, su amor, no iba a acompañarlo para morirse con él, sino que se iba a su casa antes del anochecer.
—¿Se encuentra bien? —le dijo su más fiel servidor al verlo estupefacto mirando la colina.
—¿En qué año estamos? —dijo el General.
—1830.
—Han pasado dos años desde el día que me declaré dictador.
—El mismo tiempo desde que Casandro intentó asesinarlo —dijo su más fiel servidor.
El General estuvo pocos días en el albergue de Guaduas porque quedarse en un lugar mucho tiempo no lo ayudaba con su lid mental. Su más fiel servidor alistó el equipaje, los documentos y libros importantes y algunas guayabas para comer durante el camino. Escuchó unos quejidos en la habitación del General e irrumpió en su alcoba. “Casandro, Casandro, Casandro”, decía el General en medio del delirio. Su más fiel servidor le preparó un remedio casero para reducir la fiebre porque el General nunca tomaba remedios de médicos y siempre contrariaba sus prescripciones. El General se recompuso y fue a dar un paseo antes de abandonar el albergue de Guaduas mientras su más fiel servidor lo acompañaba a distancia. Está vez avanzó a paso firme porque evitó el camino empedrado y a los soldados que se alistaban para partir.
El dueño del albergue era un fiel bolivariano, así que el General y sus compañeros podían quedarse todo el tiempo del mundo, pero tiempo era lo que no tenía el General. Cuando se enteró que el General iba a quedarse en su albergue, mandó a arreglar los campos de trigo, maíz y cebada como si estuvieran en cosecha. Ambos tenían algunas cosas en común: les gustaban las arepas de maíz, comían más legumbres que carne y fueron huérfanos a los 16 años. El General deambuló hasta toparse con un árbol de naranja. Se acercó, arrancó tres y las guardó en sus pantalones. El dueño del albergue estaba recostado en una silla detrás de él.
—Puede llevarse las que quiera —dijo mientras se reía.
—¿En qué año estamos? —dijo el General.
—1830.
—El tiempo en estas tierras es un poco caprichoso —dijo el General.
Su más fiel servidor mantuvo distancia, pero escuchó la pregunta del General y no se le hizo raro porque ocho horas antes él había confundido el día en que declaró la Independencia de Venezuela con la Batalla de Araure. “Estoy seguro de que ambos eventos ocurrieron el día 5”, decía el General. Su más fiel servidor asintió con la cabeza, pero le recordó que estos hechos se distanciaron por dos años y cinco meses. “¿Y la Campaña Admirable cuándo sucedió?”, decía el General. Su más fiel servidor aparentó estar ocupado y dejó que el General divagara en sus memorias hasta que mezclara fechas y recuerdos ajenos.
El dueño del albergue agarró una canasta que tenía debajo de la silla y se acercó al árbol de naranja mientras el General miraba la fruta con vehemencia. Llenó la canasta, pero el dueño, al mirar el cuerpo delgado y flaco del General, le hizo un gesto a su más fiel servidor. Este se acercó para sostener la canasta con su brazo derecho y con el izquierdo agarró al General para acompañarlo a su alcoba principal. El General se sentó en la hamaca con la mirada perdida, pues sus ojos profundos ya no tenían el brillo de Libertador. Su más fiel servidor aplazó la partida del albergue porque el General le comentó que no le gustaba la idea de morir en un carruaje, montado en un caballo o sentado en la mesa de juego, sino que era mejor en su hamaca para poder dormir en serio por primera vez en mucho tiempo.
El General no durmió en toda la noche y se quejó porque las naranjas le provocaron acidez estomacal. A pesar de que el General no tenía suficientes motivos de vida, nunca descuidaba el aseo que lo distinguió. Se afeitaba todos los días, se duchaba tres veces al día y no tenía ni una mancha sobre sus dientes. Su pelo era crespo, canoso y estaba tan ondulado y largo que cubría sus orejas. Tenía una boca grande y una sonrisa afable que, acompañada de su buena conversación, caía bien entre las personas. No era alto, ni tenía los brazos o las piernas gruesas. Su genio estaba en la frente; entre más arrugas menos se le podían acercar. El General tuvo grandes momentos de alegría durante su vida, pero en esta alcoba solo quedaba un rostro moreno envuelto en desilusión.
Las penas del General quedaron encerradas en aquella alcoba principal que jamás volvió a ver. Meses después, el dueño del albergue mandó a colgar una placa conmemorativa en la alcoba que decía: Aquí durmió el Libertador. Antes de partir, el General le agradeció al dueño del albergue por su hospitalidad. Su más fiel servidor le iba a pagar al dueño, pero este se rehusó y les dio una canasta con naranjas. El General sintió ganas de vomitar solo con verlas, pero asintió con la cabeza y se despidió con una sonrisa cordial. Los soldados se alistaban para salir mientras el General y su más fiel servidor montaban sus caballos. El albergue de Guaduas desapareció a lo lejos, pero antes de perderlo de vista el General lo miró por última vez.
—Esto parece un exilio voluntario —dijo el General.
—¿Se refiere a lo de Jamaica? —dijo su más fiel servidor.
—No. Cada vez que cambio de hogar es como un exilio —dijo el General.
Cabalgaron durante doce días hasta que el General no soportó más la fiebre. Su más fiel servidor ordenó a los soldados descansar dentro de una edificación abandonada a las afueras de Mompox. Lo primero que se instaló fue la hamaca del General en una alcoba que todavía conservaba su pintura verde musgo y dos soldados lo ayudaron a subirse. Una vez acostado, su más fiel servidor colocó un pañuelo húmedo en la frente del General que permanecía sin arrugas. Le llevó un poco de agua y el General bebió tan deprisa que se atoró y derramó la mitad en su ruana. A las tres de la mañana, el General empezó a recitar escritos al azar que leía en sus tiempos libres.
—¿Qué es lo que dice? —dijo un soldado.
—Versos de Voltaire… su autor favorito —dijo su más fiel servidor.
—Poco a poco se nos va el hombre de mundo —dijo otro soldado.
A la mañana siguiente, el General se despertó con un poco más de aliento. Le solicitó a un soldado que le pasara su sable mientras sostenía unos escritos con su mano derecha. El soldado esperó a que soltara los escritos, pero el General hizo un gesto con su mano izquierda para que lanzara el sable. Empezó a leer los documentos mientras tenía un combate con el destino. El soldado se asombró de su manejo del sable porque no sabía que el General era ambidextro. Solo unos pocos lograron verlo en combate luchando con ambas manos.
—¿Está usted casado, soldado? —dijo el General.
—Sí señor. Llevamos dos años. ¿Y usted?
—Enviudé a los 18 años y juré que nunca me volvería a casar —dijo el General.
La conversación se interrumpió porque su más fiel servidor entró en la alcoba con una canasta llena de frutas. El General iba a coger una naranja, pero se arrepintió, entonces, agarró una guayaba mientras invitaba al soldado a que tomara la que quisiera. El General estaba tan de buen humor que se olvidó del dolor de cabeza, de la fatiga y del cansancio. Salió de la alcoba y escuchó ruido en la sala, pues sus soldados estaban acostados en el suelo alrededor de una mesa de juego improvisada con una tabla de madera. Quedaban tres jugadores en la mesa y cada uno tenía en su mano tres cartas. La emoción se impregnaba en el lugar porque desde hace varios días los soldados no jugaban. Esa exaltación de los jugadores, esas miradas de triunfo y ese apetito por el botín de una champaña traída desde Bogotá, le recordó al General el día que fundó la República de Colombia el 17 de diciembre de 1819. Él la dividió en tres departamentos: Venezuela, Cundinamarca y Quito. Ese mismo día, fue elegido por el Congreso presidente de Colombia y, unos meses antes, presidente de Venezuela.
El General se percató de que la champaña fue sacada sin permiso de su colección personal de licores. “Por lo menos no se va a desperdiciar”, pensó para sus adentros. El General juró a principios de año que los remedios caseros y el agua iban a ser sus únicas bebidas porque su cuerpo no soportaba nada más. Los soldados no se percataron de que el General estaba a su lado. Era la primera vez que había tanto ruido en un mismo lugar y no era por su presencia. La algarabía de los soldados lo conmovió y se sintió tan halagado como el día que ofreció el Discurso de Angostura en 1819, el cual fue publicado en el correo de Orinoco días después.
—Señor, empezad vuestras funciones; yo he terminado las mías —dijo el General.
—¡General! ¡General!¡General! El juego ya se terminó —dijo su más fiel servidor.
—¿En qué año estamos? —dijo el General.
—1830.
Los únicos que se encontraban en la sala eran el General y su más fiel servidor. El juego de cartas se había acabado hace quince minutos y cada soldado dormía sobre periódicos mojados en la sala más grande del edificio abandonado que una vez fue refugio para los santanderistas. El General quiso recitar un verso, pero se quedó estupefacto por el silencio a su alrededor. Ni siquiera logró escuchar su respiración que cada vez era más taciturna. Sintió una necesidad de bailar como lo hizo en otros tiempos, pero un charco del suelo reveló su estado. “Ya es hora de lavar esta ruana”, pensó el General.
Su más fiel servidor acompañó al General hasta su alcoba y lo ayudó a subirse a la hamaca. El aire cadavérico del General preocupó a su más fiel servidor y ordenó a un soldado que lo vigilara durante toda la noche. El soldado no tuvo ningún inconveniente porque el General vio en un charco de su alcoba el reflejo de Manuela Sáenz y dictó cartas toda la noche. La voz era tan débil que no era posible distinguir qué decía el General. “Si empieza a gritar llamo al servidor”, pensó el soldado. El soldado estaba somnoliento debido a los viajes y soñó que el General le daba la mano a Bonaparte, pero unos gritos lo asustaron y entró en la alcoba.
—¡General!, ¿Qué sucede? —dijo el soldado.
—¿Escuchas a ese? —dijo el General.
—Escuchar a quién.
Los gritos despertaron a todos los soldados del edificio y su más fiel servidor corrió hacia la alcoba. Le preguntó al General qué le pasaba y colocó la mano en su frente. Su más fiel servidor ordenó al soldado traer un paño limpio y un balde de agua mientras preparaba un remedio casero. Le quitó la ruana de encima porque el General no podía respirar y, cuando el soldado volvió, le puso paños húmedos en la frente. Durante el tiempo que preparaba el remedio, el General estuvo a punto de hablar tres veces, pero se arrepintió. Su más fiel servidor intentó darle el remedio y el General arrojó la cuchara al suelo.
—Mi fiel amigo, ¿escuchas? —dijo el General.
—¿Qué cosa? —dijo su más fiel servidor.
—Son las trompetas de la soledad. ¿Tengo puestas mis mejores vestimentas? ¡Hoy coronan a Bonaparte!
El General recitó un discurso que no fue escrito, ni declamado por él, pero lo hizo con tanta devoción que su más fiel servidor no lo interrumpió. El discurso ininteligible le recordó al General el año en que estuvo en París, cuando vio la coronación de Napoleón Bonaparte, pero lo confundió cuando dio libertad a Lima. “Estoy seguro de que era diciembre”, dijo el General. Su más fiel servidor quiso decirle que ambos hechos tenían 20 años de diferencia, pero calló al ver que su héroe tenía una mirada desértica. Intentó disimular la tristeza, pero una lágrima recorrió su mejilla, cayó en el charco y desvaneció el reflejo de Manuela Sáenz.
—¿Qué haría Bonaparte? —dijo el General.
—¿Para seguir sus pasos? —dijo el soldado.
—No. Para hacer lo contrario.
El edificio abandonado de Mompox empeoró el catarro pulmonar del General debido a la humedad. Su más fiel servidor dio la orden de partir hacia Soledad y los soldados empacaron lo poco que les quedaba. Cabalgaron por diez días hasta que el clima lo permitió. La lluvia incrementó los delirios del General y la comitiva de soldados tuvo que detenerse varias veces para verificar si aún estaba con vida. Su más fiel servidor cabalgó al lado del General y escuchó el nombre que susurraba bajo la lluvia. Un soldado no entendía por qué el General repetía ese nombre, ni quién era, pero los más veteranos en la guerra tenían conocimiento de que el General le decía “Casandro” a Francisco de Paula Santander. Después de quince días de cabalgata, se detuvieron en una hacienda en Soledad que perteneció a un amigo de Manuela Sáenz. El General ignoró en la hacienda los campos de cebada perfectamente cosechados, los árboles de limones recién cultivados y la ornamentación francesa de las fuentes porque solo quería ver la hamaca colgada en la alcoba principal.
Al anochecer, el médico Alejandro Próspero de Reverend llegó desde Honda hasta Soledad por una carta urgente que había enviado el más fiel servidor cuando estuvieron en el albergue de Guaduas. Cuando el médico entró en la alcoba del General pensó que ya había muerto. El General tenía las mejillas chupadas, la piel morena ahora era amarillenta y verdosa y todo su cuerpo era más hueso que piel. El General intentó levantarse para recibir al médico, pero su más fiel servidor lo detuvo. “Parece más viejo de lo que es”, pensó el médico. El General tenía 47 años; él quería llegar, por lo menos, a los 50, pero el pronóstico del médico era de días de vida.
—Me sorprende que aún respire —dijo el médico.
—El General ha ganado más batallas de las que ha perdido —dijo su más fiel servidor.
—Pero esta batalla no tiene vencedor —dijo el médico.
Días después de su llegada, Alejandro Próspero de Reverend se convirtió en el médico de cabecera del General. Lo acompañaba en todo momento y le daba los remedios caseros con trucos de convencimiento. “Esta cuchara tiene vino de Bordeaux… su favorito”, decía el médico. Un día el General confundió al médico de cabecera con su edecán de Bogotá y empezó a dictar cartas que iban dirigidas a Manuela Sáenz. Otro día el General ordenó una bandeja llena de frutas, carne asada y legumbres, pero por su condición solo tomó una sopa que fue probada hasta la mitad. El médico de cabecera se demoró tres días en comerse la bandeja.
—¿Usted sabía que yo preparo las mejores ensaladas? Las damas de Francia me enseñaron —dijo el General.
—Me contaron que le gusta el ají, las pimientas y las frutas —dijo su médico de cabecera.
—¿En qué año estamos? —dijo el General.
El médico de cabecera salió de la habitación, cerró la puerta y lloró al lado de un pozo seco que fue construido en 1810. El más fiel servidor se acercó a él y vio la melancolía en sus ojos. Las semanas que compartieron el General y su médico de cabecera crearon una gran amistad en poco tiempo. El médico era cinco años más viejo que el General, pero su cuerpo aparentaba unos 40 años. Era de piel blanca, ojiazul y no se afeitaba la barba desde que empezó a crecerle. El más fiel servidor tenía en su mano memoriales que iban dirigidas al General y que habían llegado desde Bogotá. “Ni se moleste en dárselas. Ayer me confundió con Casandro”, dijo el médico de cabecera.
Al día siguiente, su más fiel servidor entró en la alcoba del General y se acercó a él. El General sonrió al verlo y pensó en cómo decirle. Su más fiel servidor fue a la mesa de centro donde preparaba los remedios caseros y el General lo invitó con la mano a que se acercara. Cuando estuvo a su lado, el General sonrió más al ver que su fiel amigo era el único que no lo había abandonado. Vio las arrugas marcadas de su rostro, el pelo canoso y desordenado y la barba larga como la del médico de cabecera.
—Nos vamos para Santa Marta —dijo el General.
El médico de cabecera se enteró de la decisión y se rehusó a trasladarlo. Intentó explicarle al más fiel servidor que el General no iba a aguantar el viaje. “Órdenes son órdenes”, dijo el más fiel servidor. La comitiva de soldados estaba dispuesta a salir de inmediato porque no había nada que empacar. Cabalgaron durante diez días sin descanso y poco a poco el número de soldados se iba reduciendo. Solo los más fieles estaban dispuestos a continuar con el presagio de muerte. El General, recostado sobre la espalda de su más fiel servidor, experimentó una delicadeza en el olfato, pues reaccionaba a los árboles de naranja antes de verlos.

Los generales bolivarianos, los militares de alto rango y algunas personas de respetabilidad lo esperaban en Santa Marta. El general Mariano Montilla alquiló la hacienda la Quinta de San Pedro Alejandrino para recibir al General y a sus soldados. La hospitalaria Santa Marta vio los últimos días del General y, años después, José María Rojas Garrido fue a la hacienda para dedicar un poema en su honor. Montilla ordenó preparar la alcoba principal con sábanas y cobijas traídas desde Francia, mandó a cocinar un banquete para más de cien comensales y trajo al mejor médico de la Nueva Granada hacia Santa Marta. A lo lejos, en medio de un campo de maíz, se asomaron tres caballos. En el primero había dos soldados a punto de fallecer por falta de alimento, en el segundo estaba el médico de cabecera y en el tercero el más fiel servidor con un cuerpo detrás. Ayudaron a los viajeros a descender de sus caballos y a entrar en la hacienda.
—Y pensar que alguna vez fue un dictador —dijo un militar de alto rango.
El más fiel servidor rechazó todos los deleites del general Mariano Montilla. Las sábanas y cobijas francesas fueron sustituidas por una hamaca. El mejor médico de la Nueva Granada se encargó de atender a los dos soldados moribundos. El General se encerró en la alcoba con su más fiel servidor y con el médico de cabecera y nunca más lo volvieron a ver. Los trucos de convencimiento del médico de cabecera ya no funcionaban con el General y tenía que poner tres gotas de ají a los remedios caseros para satisfacerlo.
—¿Usted sabía que los granadinos me dicen “Longanizo”? —dijo el General.
Su más fiel servidor no aguantó y abandonó la alcoba. No soportó ver ese rostro carcomido por la enfermedad, esas rodillas puntiagudas y esas manos demacradas. Era imposible que alguien viera al General y no llorara. El recuerdo de un General romántico y conquistador de mujeres, excelente bailador del “vals pasillo” y con las vestimentas más elegantes de toda la Nueva Granada se iba esfumando sin dejar los vestigios de lo que fue. Días después, se desmintieron los rumores de que al General le interesaba el dinero. Donó sus haciendas de la Nueva Granada antes de partir, repartió todos los caballos a sus mejores amigos y le dejó una pensión de por vida a su más fiel servidor.
En aquel estado de postración del General, el médico de cabecera no le daba remedios caseros porque los vomitaba segundos después. El enfermo decía que no experimentaba dolor físico, pero se quejaba hasta el amanecer. No existía una cura que lo salvara del sufrimiento que aguantó por más de dos años. El médico de cabecera se asustó porque era casi imposible detectar su pulso, pero el catarro pulmonar hacía mover el cuerpo por pocos segundos. El rostro del General aparentaba tanta serenidad que estaba dispuesto a ceder si no fuera por la costumbre de recordar.
—Casandro intentó asesinarme hace dos años —dijo el General.
—Dicen que fue porque usted eliminó su cargo de vicepresidente —dijo el médico de cabecera.
—Yo le salvé la vida —dijo el General. Cambié su pena de muerte por el destierro. El 25 de septiembre estaba en mi casa de Bogotá con mi amada Manuelita. Los perros ladraron a las doce de la noche y Manuelita se asomó al balcón para ver qué sucedía. Ella vio a unos hombres armados en el patio y me sacó de la bañera. Yo los quise enfrentar, así que agarré mi pistola y mi espada, y los esperé detrás de la puerta de la alcoba principal. Manuelita me detuvo porque eran más de diez hombres y me dijo que me escapara por la ventana que daba hacia el patio. Me puse los primeros pantalones que encontré, tomé una camisa arrugada y me calcé a la fuerza los zapatos dobles de Manuelita. Abrí la ventana y justo cuando iba a saltar…
El General vio ante sus ojos el desamparo que le esperaba, escuchó por última vez a los esclavos cosechando el maíz y olió el ají que aún permanecía en la cuchara. Las campanas de la iglesia de Santa Marta retumbaron al medio día del 17 de diciembre de 1830 y vio por la ventana las nubes que se alejaban hacia el sur. Su pecho se ensanchó para dar el último suspiro, extendió sus brazos como si abrazara la supresión de su agonía y su cuerpo se desplomó para siempre en las tinieblas de una batalla profetizada sin dar el último paseo matutino en la hacienda. Años después, las cenizas del hombre que dio libertad a cinco Repúblicas aún reposaban en Santa Marta y anhelaban pisar el suelo natal de Caracas. El General nunca olvidó la última vez que vio a Manuela Sáenz en la plaza principal de Bogotá, que amaneció con pinturas y versos satíricos en su contra en mayo de 1830.

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